Su aprendiz carraspeó abruptamente, en un claro intento
de reprimir una risa, y la reina se fijó por primera vez en él. Se
había retirado la capucha de la cabeza, y una larga mata de
cabello castaño rizado caía sobre sus hombros. Fue entonces
cuando la reina se dio cuenta de que lo que llevaba bajo la capa
era un vestido. Porque el aprendiz del sabio Zacarías… o
Zacarius… era…
—¡Una doncella! —exclamó la reina, desconcertada.
Una muchacha, se corrigió inmediatamente. Estaba claro
que no era de noble cuna. Sus ropas eran vulgares, su cabello
crecía suelto y descuidado y su rostro era moreno y con unas
saludables mejillas sonrosadas salpicadas de pecas. Nada que
ver con los finos semblantes de porcelana de las doncellas de su
corte.
—¡Oh, sí, lo olvidaba! —exclamó Zacarías; parecía
todavía algo perplejo por la cuestión de su nombre—. Mi
discípula… Miriam.
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